miércoles, 12 de junio de 2019

Junio, mes de solsticios y de claustros.

Hace unos días que venía pensando en escribir la segunda parte del post que escribí,  hace ya algo más de un mes, sobre mi viaje a Ucrania el pasado mes de abril.
Espero encontrar la inspiración y el momento para hacerlo más adelante. Hay situaciones y recuerdos que pierden sentido al ser descontextualizados. Otros lo ganan. Depende para quien, claro está.
Han pasado 9 meses desde que empezó el curso, y un poco más desde que empecé este blog. 9 meses que han supuesto mi cuarto curso escolar y que han pasado volando, al igual que lo hicieron los anteriores.
El mes de junio es mes de exámenes, de claustros y de evaluaciones. Evaluar, esa tarea que no me gusta demasiado, pero que hay que hacer.
En días como los que nos ocupan suelo acordarme de un profesor de química que tuve a los 17 años en el segundo año del ciclo de formación profesional de radiodiagnóstico. En aquel entonces, vivía en un pueblo cercano a la ciudad de Valencia, llamado Torrente, y me desplazaba cada día a un instituto concertado de monjas de la ciudad del Turia, llamado Santa Ana.
Al igual que todo lo que fueran ciencias, la química no se me daba bien, y cuando le entregué aquel último y crucial examen a aquel profesor con pinta de químico chiflado, supe que estaba sentenciado. Sentí que emergían las tinieblas de las recuperaciones, y, lo que es peor, que los esfuerzos que había estado haciendo durante 2 años para conseguir la nota media de 9 (que se convertiría en un 10 automáticamente) que me permitiera estudiar fisioterapia en la universidad pública, se iban al garete. Mi obstinada asistencia a las misas del centro y mi immaculado comportamiento  de bendito querubín, moviendo la boca "al tuntun", sin tener ni idea de lo que tenía que decir y levantándome cuando todos lo hacían, caían en saco roto.
Pasó una semana y llegó la entrega de notas finales. Como por arte de magia y sin que, en aquel momento, tuviese muy claro como aquello podía haber pasado, mi nota media final era de un 9, que en aquella época  y sin recordar el mecanismo que así lo posibilitaba, se convertía en un 10.
Ahora puedo imaginar aquel claustro final hace ya más de 20 años. Imagino una mesa circular, mucho papel escrito a mano en la misma, y mucha menos tecnología de la que hay ahora.
Imagino, presidiendo aquel cónclave, a 2 poderosas monjas hablando sobre mi aparente rectitud moral, mi virtud y mi asistencia a cada una de las liturgias que se celebraron durante aquellos 2 años. Para compensar tanto clericalismo, también debía estar allí aquella explosiva, elegante y competente (sí, este último adjetivo debía haber sido el primero...) profesora treintañera,  portadora siempre de faldas ligeramente por encima de la rodilla, que nos intentaba enseñar las proyecciones y posiciones radiológicas, mientras que mi cabeza oscilaba de pensamientos no aptos para escribir aquí, al mono tocando platillos de Homer Simpson.
Imagino también allí a aquella profesora de física de los aparatos radiológicos. Sospecho que también utilizó todos los mecanismos legales posibles a su alcance para ayudarme a llegar al 9.
Por último, y a parte de otros profesores más irrelevantes, imagino al profesor de química exponiendo sus dudas, sobre que hacer con mi nota, ante el resto del claustro, si es que no lo había tenido claro ya antes de llegar allí. Puedo imaginar que se llegó a la conclusión de que mi escasa aptitud para la química no interferiría en mi aptitud a la hora de hacer radiografías, y de que sería injusto que, dados mis evidentes esfuerzos durante aquellos 2 años, no pudiera optar a una plaza en la universidad pública, por el hecho de ser un zote a la hora de resolver formulas químicas.
En fin, recuerdo una reflexión de un compañero que una vez escuché en un claustro final, y que me marcó. Recuerdo que era un caso límite y complicado de un alumno ejemplar que se había esforzado lo indecible.
Tras una tensa exposición de argumentos de todo tipo por parte del resto de intervinientes, aquel profesor acabo sentenciando: "¿Cual es el objetivo y utilidad de suspender a un alumno?...Si llegamos a la conclusión de que haciéndolo vamos a incrementar de alguna forma sus posibilidades de aprender algo o de que sea más competente en su profesión, vamos a ello, pero si no va a ser así, ¿qué sentido le veis?".
En fin, dejando de lado la evidencia de que, para depende que profesión, es imprescindible haber adquirido habilidades técnicas concretas, también es verdad que estamos en un momento donde se está haciendo cada vez más necesario evaluar competencias distintas a las que se evaluaban hace 10 años, y que a veces tienen mucho que ver con lo emocional. En este contexto y mirando al futuro, aquella reflexión me resultó una buena enseñanza.

Nota de la foto: No sabía que foto escoger para ilustrar este post y he decidido rescatar una que me hice en mi aula preferida del colegio y que siempre me traerá grandes recuerdos. Era un día festivo, debido al 57º aniversario del centro, y además era día de huelga de alumnos. Era evidente que no vendría nadie, pero por si acaso no era así, algunos preparamos actividades no lectivas, pero que de alguna forma pudieran aportar algo. Yo preparé un taller con el título de "Viajar en bici por el mundo". De ahí, la bici que se ve en la imagen y con la que pretendía enriquecer la "performance" del asunto.