domingo, 26 de octubre de 2025

Cubos y barro

Cogido de la mano de mi madre, la acompañaba a comprar al Mercadona de Torrent, un pueblo cercano a Valencia, en la comarca de l’Horta Sud, que muchos años después se vería afectado por la DANA.
Mirando y sonriendo a aquel hombre sucio y descuidado, mi madre dejaba caer una moneda de cien pesetas en un recipiente improvisado con una botella de plástico recortada. Sin lugar a dudas, es uno de mis más preciados recuerdos de infancia, y dejó una poderosa e indeleble impronta en mi yo actual.
Después de darle la moneda al homeless, ella me decía que nunca había que hacer propaganda de lo bueno que uno hace en la vida. En eso se equivocaba. Ella y tantos otros. Y así nos va: a día de hoy se le llama “buenismo” al hecho de pensar que convendría mover un dedo para intentar frenar un genocidio y se cuestionan las motivaciones e intenciones reales de quien lo hace, mientras se ve con normalidad especular en bolsa, sin interesarse en que se invierte, o ver en la vivienda un posible activo financiero y no un lugar para dar techo a personas. 

La ventana de Overton respecto a lo que se considera éticamente aceptable se ha ido desplazando hacia lugares tenebrosos, mientras que el humanismo, como concepción ideológica y brújula moral, se extingue entre respiraciones agónicas y estertores.


Si estás leyendo este libro y en este relato esperas épica, lágrimas o heroísmo, mejor pasa al siguiente. Escribo desde la convicción de que sí que hay que hacer propaganda de lo bueno que uno hace. Es un esfuerzo que, a día de hoy, creo hacer más desde la obligación, la responsabilidad y el colectivismo, que desde el ego. O eso quiero pensar.
De hecho, cuando esta mañana he empezado a teclear lo que estás leyendo, lo he hecho desde la desgana y la nula inspiración, pero el plazo para entregar este escrito se agota en breve, y el libro con fines solidarios donde espero que un día se publique, ha hecho que venza a la desgana. Por otra parte, hacía tiempo que tenía ganas de dejar algún post por aquí.

Vivo en Catalunya desde hace 26 años. Me va bien en la vida. Actualmente, vivo en una zona privilegiada de la ciudad condal. Aun así, ocasionalmente veo tiendas de campaña de homeless que despliegan su casa en algún rincón del barrio y tratan de dormir sin molestar ni que se les moleste.
No me molestan las tiendas de campaña ni el homeless al que, de vez en cuando, le compro algo que llevarse al buche. Me molestan las oficinas bancarias, las agencias inmobiliarias, las casas de juego, los Mercadonas, los prostíbulos y lugares así. Y me gusta el fuego... No, por favor, no pienses mal. Me gusta que los homeless se busquen la vida y, oye, que si se juntan unos cuantos en las faldas del Castell de Montjuïc y hacen una fogata para pasar las noches de invierno un poco mejor, pues p’alante.

Te contaría que bajé a Valencia porque es mi tierra, tengo gente allí y no soportaba la idea de no hacer nada ante lo que estaba sucediendo tras la DANA que asoló el pueblo donde crecí y otros tantos de la zona. Pero no, la verdad es que no. Te diré la verdad: fue puro pragmatismo y racionalidad. 
Soy enfermero, aunque ahora me dedique a la docencia. Y tengo la convicción ideológica de que no es bueno para una sociedad que alguien como yo, sin demasiadas obligaciones ni cargas familiares, no mueva un dedo ante una situación así. Llámalo buenismo, comunismo o como tú prefieras.


Mi centro escolar me concedió un día libre para bajar a echar una mano por allí, y mi compromiso emocional hacia la institución subió un peldaño por aquello.
Si, además, en el grupo iba a estar Anna, una enfermera con la que trabajé hace más de 20 años y con la que guardo amistad a día de hoy, pues “no se hable más”, pensé. Allí conocí a su amigo Jonatan, un buen tipo con el que nos reímos bastante y con quien también sigo guardando relación tras aquellos días.
Bajaron también por allí Pau y Martina, un exalumno y una alumna de la que era tutor en aquel momento. Qué bonito ver gente de esa edad metiéndose en un berenjenal así... Y no eran los únicos que, no habiendo cumplido los veinte, habían viajado hasta allí para arrimar el hombro, doblar el lomo y pringarse de barro o de lo que hiciera falta en aquellas apocalípticas calles, o en aquellos sótanos y garajes inundados de barro, mierda y olores nauseabundos.


De aquella experiencia pude sacar algunas conclusiones: habría que tener algo más de cuidado cuando se habla de forma peyorativa de las actuales generaciones de gente joven. Y me incluyo... en lo primero, no en lo de gente joven, que en cinco años me planto en el medio siglo y ya no estamos para decir chorradas a discreción.
En fin, que mientras adultos con sus medios de comunicación e influencers de diverso pelaje y parecida catadura moral se dedicaban a arremeter contra ONG's, inmigrantes y hasta contra la Unidad Militar de Emergencias (UME), e inundaban de bulos el debate público, gente joven —y no tan joven— montaba cadenas humanas y, cubo va, cubo viene, vaciaba de barro las calles, casas, sótanos y garajes de gente que no conocía.

Mi hermano, bombero de Barcelona, que también estuvo por allí durante una semana, me había dicho una frase que me hizo reír mucho y me caló: “Pavo, la solidaridad se acaba a los tres días, y luego todo se convierte en rollos, egos, zorrerío y un sin Dios...”. Así que, atendiendo a sus consejos y al hecho de que había que volver al trabajo, de vuelta a casa y a esperar a ver cómo los valencianos solucionaban aquello y le daban la patada a aquel que, sin haber hecho el suyo, había preferido alargar la sobremesa en el restaurante "el Ventorro".
Uno conoce aquellas tierras e intuía que aquello podía no llegar a pasar nunca, pero si mi abuelo (el que nos pegó la expresión “sin Dios” a mi hermano y a mí), comunista, maestro paellero y valenciano de cuna, siguiera vivo, sé que habría estado orgulloso de vernos por allí.


P. D.: El título del post es un guiño a la famosa serie valenciana "Cañas y barro", inspirada en el libro de Vicente Blasco Ibáñez.