jueves, 30 de diciembre de 2021

Crónica de un día cualquiera en Quios (III): Sonrisas por mandarinas.

Malika me ha sonreído hoy por primer vez desde que la conocí, hace una semana ya.
No, no va de eso. A pesar de que su Hiyab me permite ver que es increíblemente guapa, no he venido aquí para eso. Y creo que si yo no lo tuviera claro, su hermano Adib, un tipo enorme de mirada noble, me lo acabaría de aclarar.
Ellos dos, junto al hijo de Malika, un chibolito de 4 años, llegaron aquí muertos de frío, con mirada adusta y actitud defensiva.
Aquel día, frío y ventoso, les tuve que hacer el test covid en las escaleras exteriores del centro de detención de Lafkonia, donde los recién llegados hacen la cuarentena antes de pasar al campo de refugiados de Vial.
Otros días lo he podido hacer dentro. No sé de que depende exactamente. De las normas, imagino. O del humor de algún idiota.
En fin, esté donde esté, no hay un solo día en mi vida en que no agradezca no ser policía. 
 
Malika estaba asomada a la ventana de su habitación con su hijo Antara en brazos. Él me ha enseñado la mandarina que tenía y yo, desde abajo, le he pedido insistentemente que me la lanzara.
Es imposible que una madre no confíe en ti, si durante una semana seguida eres simpático con su hijo. Y yo amo las mandarinas, así que, ¿Cómo no lo iba a ser si, además, había una mandarina en juego?

Mi abuelo ya no esta vivo, así que ya no me puede llevar a aquella tienda clandestina en una casa de Torrente.
Un día dejó de reír y de contar cosas interesantes. Dejó de sonar la radio por las mañanas en aquella casa. Y un tiempo después, sus piernas dejaron de poder recorrer "l'avinguda de Torrent amunt i avall", así que ya no podíamos bajar juntos hacia aquella casa. Un mes después, su corazón también se canso de caminar.

No eran las mandarinas. Era él. Pero sigo amando las mandarinas, aunque ya no sean frescas, valgan el doble que en Valencia, y nunca vengan envueltas en un delicado papel blanco.

Antara también parecía amar su mandarina, así que no me la ha lanzado.
Un rato después, ya en su habitación, le he ofrecido cambiarle un globo, hecho con un guante de látex, por su mandarina. Ha accedido y al final se ha quedado con las dos cosas.
En Quios abundan las mandarinas desde que los Genoveses vinieron de Italia y cultivaron cítricos, durante los doscientos años en que tuvieron ocupada esta isla.
Hasta un museo dedicado tienen los cítricos aquí.  

La que no tiene hijo es Nayla. Tenía uno, pero se cayo de la barca y se ahogó. Nada se pudo hacer.
Sin la luna iluminando, para que las patrulleras Turcas no detecten tu embarcación, la noche es oscura y el mar un pozo frío y negro. Pero, a parte de la luna, la capacidad de los Turcos para detectar barcas, también depende del dinero que la unión Europea le va soltando, o no, a Erdogan para que azuce más o menos a sus perros fronterizos.

Nayla tiene los ojos más tristes que puedas imaginarte.
Se hizo un esguince hace unos días, y hoy le he quitado el vendaje. 
Sé que no va a correr ni nada parecido, pero me gustaría que su tobillo se recupere bien. Quizás algún día tenga otro hijo y necesite jugar y correr detrás de él.
Como sé que una pelota de tenis no va a poder conseguir, le he dado una mandarina y le he pedido que la pise despacito y la masajee con la planta del pie. La sonrisa no la va a recuperar así como así, pero espero que la propiocepción y la fortaleza de la articulación, sí la recupere.
Nayla se ha despedido con una tímida sonrisa...por una mandarina.
Arboles de mandarinas en el jardín de la casa donde estoy

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