lunes, 11 de mayo de 2020

Amor y misterio en Užupis (parte IV)

Fiódor abrió una botella de Vodka "Tsarskaya" y nos lo sirvió en unos pequeños vasos cuidadosamente ornamentados con motivos del folklore Yakuto.
Reconocí aquella marca. Era un Vodka de altísima calidad y el favorito del Zar Pedro "el grande" de la dinastía de los Romanov. 
No tenía a Fiódor por un tipo roñoso, pero que abriera aquella botella indicaba que la ocasión no era una cualquiera para él.
Tras tres rondas (seis para Fiódor), aquel hombre de duras facciones Orientales, me miró serio.

– Amancio, jamás estaría aquí hablando contigo si fuera por mí, pero confío en la sabiduría e intuición de mi mujer, y ella creé que mereces nuestra confianza.
Sabiendo lo que sabes ahora, aún puedes volver a tu país y seguir con tu vida tal como la conoces. 
Si tu intención es quedarte, tal como parece ser, seguiré contándote algunas cosas más de las que mi esposa te acaba de contar. Eso sí, después de ello, tu vida habrá cambiado para siempre – me dijo Fiódor.

Llegados a aquel punto y aunque no hubiese estado enamorado de Audra, no me imaginaba algo mejor que hacer con mi vida que quedarme allí escuchando lo que Fiódor me tuviese que decir y afrontar las más que seguras emocionantes consecuencias.

– Su hija no es un capricho para mí señor, y no me voy a separar de ella. Agradezco su confianza y me gustaría escucharle – le contesté sin titubear.
– Bien, como ya sabes, mi nombre real no es Mikita y no soy de Minsk. Esa es la falsa identidad que se me asignó para protegerme tras el final de la guerra. 
Trabajo para el KGB y, después de la gran guerra patria, estamos quizás ante la situación más complicada de nuestra historia.

Me vino a la cabeza la figura de Jaime Ramón Mercader del Río, aquel Catalán, militante comunista y agente del servicio de seguridad soviético que, por encargo de Stalin, tras ir hasta Mexico y hacerse novio de Sylvia Agelof, la hija de León Trotski, para poder acceder a él, lo mató clavándole  un piolet en la cabeza.
El arbol del espionaje Soviético tenía ramas por todo el mundo y, aunque yo, Amancio De los Cobos Brugillo, era un simple "pelagatos" y no León Trotski, lo cierto es que ahora también estaba en disposición de poder traicionar a la unión Soviética.
Supongo que Stalin no conocía de mi existencia, pero Fiódor sí.

– Como ya debes saber, en agosto se celebró la "Baltijos kelias" (vía Báltica). Una gran cadena humana unió Tallin, Riga y Vilnius, las tres capitales de las repúblicas Bálticas – me dijo Fiódor.

– Como para no acordarme – pensé. 
Aquella manifestación y clara expresión de buena parte de los ciudadanos de Lituania, Letonia y Estonia a favor de la independencia de sus pequeñas repúblicas, había resonado con fuerza en todo el mundo.
Nunca había tenido una clara opinión al respecto. Pero recordaba aquellos días, tan solo cuatro meses antes, cuando, en mi base militar en Murcia, el tema estaba en boca de todos mis compañeros y superiores. Lo más suave que se escuchaba era: "A esos comunistas de mierda se les está acabando la broma..." y frases por el estilo.
Mirando atrás, no me reconozco. No sé cómo pude aguantar durante tanto tiempo aquel nauseabundo ambiente post-Franquista. Pero aquello iba haciendo mella en mí y cuantos más comentarios así oía, más simpatía crecía en mí hacía aquellos "rojos comeniños".

– Lituania, al igual que Estonia y Letonia, está llena de agentes de la CIA ahora mismo – continuó Fiódor  – La OTAN está ejerciendo altas presiones en los mandatarios de las tres repúblicas. 
Se les está empujando a proclamar la independencia mediante promesas de apertura de mercados hacia los países del bloque occidental y liberalización del sistema económico. 
Eso supondrá la libertad total para implantar el capitalismo y que se enriquezcan, tanto ellos como todos los estratos altos de la sociedad. Pero el pueblo, aunque lo ignora, quedará ante la más absoluta desprotección social.

  –  záychik (pequeña liebre) – interrumpió Audra a su padre – Gabija vino ayer a casa para decirme que en breve necesitará mover hilos en en plano terrenal. Que enero será un mes decisivo en la historia de esta república y que soy la designada para, a través de mi cuerpo, no permitir que las fuerzas del mal vuelvan a quebrantar el equilibrio espiritual de estas tierras.

Tras terminar con la botella de Vodka, ante el discurso cada vez más radical de Fiódor y el relato sobre situaciones y hechos que no era necesario que yo conociese, Audra se levantó y anunció a la familia que nos ibamos a dormir.
La idea de dormir allí y la insistencia de Daina para que durmiéramos juntos, me aterraron.
Las estrecheces de la pequeña cama de noventa centímetros que Audra aún tenía en la habitación que le había pertenecido en su infancia, me recordaban que dormir allí era una insensatez. Por no hablar de aquel ruidoso somier que chirriaba con tan solo tocarlo, y de aquel cabecero que, apoyado en un murete que, en su otro lado, tenia apoyado el cabecero de la cama de Fiódor, hacía que se me encogiese el alma.
Confiaba en mi autocontrol y absoluto respeto por Fiódor, pero mi relación con Audra aún no había cumplido el mes de vida y la capacidad del ser humano para autoengañarse con la mentira que más le gusta o le conviene, es impredecible. Tanto como si yo sería capaz de evitar a Audra en caso de que me despertara en mitad de la noche tras haber tenido sueños paganos, o si sería capaz de no engañarme pensando que, al fin y al cabo, ese somier no era tan ruidoso, ni el murete que separaba aquellos dos cabeceros tan fino.

Tras una apacible noche, amaneció. Audra se levanto de la cama para ir al lavabo.
Cinco minutos después me despertaron sus gritos. Entré corriendo al lavabo y, desnuda y empotrada contra una esquina, gritaba mientras señalaba algo en la bañera. Una enorme araña caminaba tranquilamente por la misma.

– Mátala, mátala!! – me repetía una y otra vez.
– ¿Qué dices? No la voy a matar – le contesté.
Me miró desquiciada y, aunque no dijo nada, pude imaginar sus pensamientos, de naturaleza medio Eslava, sobre cuales eran mis responsabilidades como hombre, en una situación como aquella.
– Me siento afortunado y feliz, desde el día que te vi desnuda, así que sé lo contenta que vivirá esta araña el resto de su vida, y no voy a ser yo el que le prive de ello – le dije.
Sonrió y olvido sus expectativas sobre como se suponía que yo debía actuar en aquella situación.
En el fondo, una vez superada la histeria del momento, le gustaba que respetara la vida de un insecto. También que le dijese lo feliz que me hacía verla desnuda.

Los bosques bálticos son mágicos para mí. Con sus grandes abetos, nogales y abedules nevados, lo son más aún. Recorrer sus senderos en compañía de Audra, me hacía sentir que tenía más de lo que merecía o tenía derecho a pedirle a la vida.

– Amo a tu padre – le dije a Audra – Creo que el día que te pida que nos casemos, lo haré tanto por ti, como por saber que eso me convertirá en su yerno.
– Pues quizás convenga que lo hagas pronto... – me contestó – Estoy embarazada.

No sé si, a día de hoy, podría iniciar una relación seria con una mujer de la que pudiera dudar llegado un momento así. Creo que sí podría haber sucedido en aquellos tiempos, pero de ella no dudé ni por un solo segundo.

– Vaya..."¿y cómo ha sucedido?" – acerté a contestarle para coger aire y gestionar un momento que, aunque no esperaba en absoluto, me llenó de alegría y me dejó en shock a la vez.
Contestó con aquella mueca de fingida inocencia que sabía dibujar en su cara y que tanto me gustaba. Podría haberle sorprendido en nuestra cama sumergida en una orgía y, si me hubiese hecho aquella mueca, hubiese conseguido que pensase que estaba siendo obligada a estar allí.
Nos abrazamos intensa y prolongadamente, sumergidos en el silencio de aquel bosque nevado, tan solo roto por el sonido de agua corriendo por un pequeño riachuelo con más estalactitas que agua en estado liquido.

– No es un buen momento para esto záychik – me dijo con algunas lágrimas cayéndole por las mejillas – tengo mucho miedo. Mi padre tiene razón en muchas cosas de las que dice y pienso como él, pero la realidad es que se ha llegado a un momento en que gran parte de Lituania quiere separarse de la unión Soviética, y aunque sé que es un error, no soporto la idea de que esta situación conlleve más dolor...sé que es pan para hoy y hambre para mañana, pero no quiero que nadie de mi entorno vuelva a perder un solo ser querido más – Concluyó Audra.

Recordaba haber leído en mi infancia el libro "rebelión en la granja" de George Orwell.
Ya en Lituania, me di cuenta de que el hecho de que los dirigentes de la unión Soviética fueran representados por cerdos en aquella obra, no era ninguna casualidad. Y de que el problema para aquellos que utilizaban aquel libro como propaganda anticomunista, no era la presencia de unos pocos cerdos en la granja, sino el hecho de que la granja no se pudiera derribar para convertirla en una gran piara. Una enorme pocilga abierta a occidente, donde tanto las clases pudientes de la unión Soviética, como cualquiera que viniera de fuera con ganas de retozar, pudieran ser cerdos también y revolcarse en el barro libremente. Y que el resto de animales tuviesen que irse de allí y buscarse la vida en un mundo cruel e indigno para el que nadie les había preparado.

Respecto a las clases sociales más humildes de Lituania, la cruda realidad es que por cada vídeo musical de la MTV que entraba al país, habían mil Lituanos que dejaban de valorar el hecho de no pasar hambre ni frío y de no ver a ninguno de ellos en la calle, y pasaban a pensar que el muro de Berlín les estaba privando de la libertad de poder optar a tener vidas como la que veían en aquellos vídeos.
El enterarse de que había algo, llamado chocolate o plátanos, que ellos no tenían la libertad de comer, hacía que se olvidasen del hecho de que no vivían en riesgo de quedarse sin techo un día, dependiendo de cómo les pudiera ir la vida.
El hecho de que la sanidad o la educación estuviesen totalmente subvencionadas y de que las necesidades más vitales estuviesen aseguradas para todos los ciudadanos, pasaron a ser futilidades en la escala de valores de muchos, que soñaban con ese mundo del otro lado del telón de acero donde podías tener más de lo que necesitabas, aunque eso supusiese que los hijos de tus vecinos pasasen hambre.

Aquellas navidades fueron felices para mí.
Hacía años que no había disfrutado especialmente de aquellas fiestas, pero celebrarlas en Vilnius, con el espeso manto de nieve que cubrió la ciudad aquel año de 1990, y vivir aquellas celebraciones paganas que me transportaban casi a otras épocas, fue algo así como volver a la infancia.
Por no hablar de mi futura paternidad. Aunque en aquel entonces lo que había en el vientre de Audra no era más que un embrión de cuatro o cinco milímetros, me entusiasmaba pensar que podía escuchar las notas musicales que invadían nuestra vieja casa en Užupis cuando ella tocaba su violín.

Por otra parte, no todo fue paz y sosiego en aquellas navidades.
Audra y Fiódor discutieron mucho y aquello ensombrece mis recuerdos de aquello días..
Fiódor no soportaba la idea de que las injerencias externas y los intereses capitalistas de occidente, pudieran socavar aquella unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que, a pesar de integrar diferentes etnias y sensibilidades culturales y religiosas, se había mantenido unida hasta entonces, y en la que, de alguna forma, aún perduraba algo del espíritu de la revolución proletaria de 1917.
Fiódor no veía personas en los ciudadanos partidarios de la independencia de Lituania. Veía robots totalmente abducidos a los que habría que aplastar en el caso de que las cosas llegaran a una situación límite. De no hacerlo, sería occidente el que aplastaría lo construido con tanto dolor y sacrificio de vidas humanas.

Audra entendía y respetaba a su padre como nadie más podía hacerlo. Estaba de acuerdo con él y le hubiese gustado que las cosas fuesen de otra forma, pero no lo eran y, aunque le dolía, respetaba la decisión de su pueblo y sus pretensiones de soberanía.
En las calles de la ciudad se respiraba un evidente clima antisoviético y, tras los informes de KGB de que los mandatarios Lituanos perpetraban la inminente y definitiva escisión del territorio Lituano, Moscu envió los tanques del ejercito Soviético a Vilnius.

Desperté en la madrugada del doce al trece de enero. Me volteé hacía el otro lado de la cama, buscando el cuerpo de Audra. No estaba allí. Me levante al lavabo y tampoco la encontré. Ni rastro de ella en toda la casa. Lenin maullaba desconsoladamente. Un escalofrío recorrió mi cuerpo desde la cabeza a las puntas de los pies.
Me vestí y salí de casa. Corrí hacía el centro. Tanques Rusos recorrían las calles y el ejercito se había movilizado para tomar el control de puntos estratégicos de la ciudad, como el parlamento o la torre de la televisión en las afueras de la urbe.
Corrí desesperado por aquellas calles. Habían muchos heridos y se rumoreaba que algún muerto.
Los ánimos estaban caldeados y grupos de independentistas blandían la bandera de Lituania interponiéndose al paso de los tanques Rusos. Aquello era un polvorín. Debía encontrar a Audra.

Grupos de manifestantes empezaron a movilizarse hacía la torre de la televisión ante los rumores de que el ejercito Ruso pretendía hacerse con ella.
Corrí y corrí todo lo rápido que mis piernas y mi corazón me permitieron.
Aquellos siete kilómetros se me hicieron eternos.  Recuerdo la sensación de impotencia al no saber si aquello sería útil y la encontraría en la torre, mezclada con la incerteza provocada por no saber si habría sido poseída por Gabija, tal como ella había venido a anunciarle un mes antes. De ser así, no sabía si sería posible verla físicamente.
Saber que estaba embarazada, tampoco ayudaba, y convertía aquello en, si cabía, una situación más preocupante aún.

Lo recuerdo como si fuese ayer. Cruzando el bosque donde hoy está la Reserva natural de Karoliniškės, empecé a escuchar lo que me parecieron gritos.
Aceleré el ritmo aún más. Necesitaba llegar allí, encontrar a Audra y comprobar que estaba a salvo.
Llegué. Las tropas Rusas tenían cercado el recinto y los grupos de manifestantes que les habían estado esperando, les impedían entrar y tomarlo.

De nuevo, aterradores gritos venían de entre los manifestantes.
Desde fuera, pude ver como habían cuerpos ensangrentados en el suelo y cundía el caos. Algunos se escondían donde podían. Otros levantaban los brazos y gritaban mirando hacía los edificios próximos. Otros empezaron a sacar a los heridos, entre desgarradores gritos de ira y dolor, fuera del recinto para que se les pudiese atender.

Se oyó un disparo y de nuevo vi un cuerpo caer al suelo. Ahí entendí que se estaba abriendo fuego contra los manifestantes.
Me acerqué para intentar ayudar. Desde lo alto de un tanque, un militar Ruso, con mirada de hielo y gesto impasible, me miró. Recuerdo aquel momento. La situación y la aparente evidencia de lo que estaba sucediendo, sumado a la educación que se me había inculcado y el mensaje anticomunista que, se quiera o no, siempre cala de alguna forma en occidente, se mezcló con aquella mirada y les odié. Deseé que todos aquellos tanques explotaran, y que aquellos invasores se fueran y jamás volvieran a molestar a las gentes de aquella pequeña república.

Escuché mi nombre. Levante la mirada y vi a Kristina, una compañera de estudios de Audra que, junto a más manifestantes, sacaban un cuerpo fuera del recinto.
Kristina me miraba con la cara desencajada y repetía mi nombre. Corrí hacía ellos y el cuerpo que arrastraban era el de Audra . Tenía una herida de bala en la cabeza, le salía sangre por un oído, tenía los ojos cerrados y no se movía.

Ahora que, quince años más tarde, escribo sobre lo sucedido, lo hago desde la paz que me ha dado la perspectiva del paso del tiempo. También desde la felicidad que me da saber que Audra pasó aquella noche intentado que aquellas aguas no se agitaran aún más de lo que ya lo estaban. Lo consiguió en parte. También traer a Ugné al mundo antes de irse.


Audra se aferró a la vida unos meses más. Los suficientes para alumbrar a nuestra hija.
Ugné estudia piano y violín. Cuando llega el buen tiempo le gusta bajar al lecho del río Vilnia, a pocos metros de casa, y tocar el viejo piano abandonado que allí reposa.
Llega allí con una vieja bici de la que no quiere deshacerse, pese a que le empieza a quedar pequeña.

A veces le acompaño y le oigo tocar. Suelo pensar que parte de Audra vive en ella. No solo por su cabello pelirrojo, igual que el de ella, el de su abuela o el de Gabija.
Sobre esta, no sé si poseyó a Audra, o no, aquella fatídica noche. Solo espero que no se le vuelvan a dar motivos para volver.
Daina sigue viviendo en la dacha de Druskininkai y le encanta que vayamos a visitarla.

Fiódor se suicidó unos días después de "los sucesos de enero".
No soportó lo de Audra, ni que la mayoría de Lituanos pensaran que la gran madre patria había ejecutado, de una forma tan cobarde e indigna como fueron los disparos de francotiradores desde azoteas, a sus propios hermanos. Más aún, habiendo vivido aquella noche desde el centro de control del KGB en Vilnius y sabiendo de primera mano las directrices de minimizar los daños, venidas desde Moscu.


N. del A.: Esta parte del relato mezcla grandes dosis de realidad, trufada con algo de ficción.
La noche del doce al trece de enero de 1991 se saldó con trece muertos (de once a quince, dependiendo de la fuente) y cifras cercanas a los mil heridos.
Diez años después de aquellos hechos, Audrius Butkéviciusel, director del departamento de defensa de Lituania en aquel momento, reconoció que los francotiradores que provocaron la mayoría de muertos, eran parte de un pseudoejercito paramilitar financiado y dirigido por el gobierno de Lituania:
“No puedo justificar mi acción ante los familiares de las víctimas, pero sí ante la historia, porque aquellos muertos infligieron un doble golpe violento contra dos bastiones esenciales del poder soviético: el ejército y el KGB. Así fue como los desacreditamos. Lo digo claramente: fui yo el que planeó todo lo que ocurrió. Había trabajado bastante tiempo en la Institución Albert Einstein con el profesor Gene Sharp, que entonces se ocupaba de lo que se definía como “defensa civil”, en otras palabras la guerra psicológica. Sí, yo programé la manera de poner en dificultades al ejército ruso, en una situación tan incómoda que obligara a cada oficial ruso a avergonzarse. Fue guerra psicológica. En aquel conflicto no habíamos podido vencer con el uso de la fuerza, eso lo teníamos muy claro, por eso trasladé la batalla a otro plano, el del enfrentamiento psicológico, y vencí”.

Aunque esta forma de operar, por parte de la "chupipandi" Unión Europea-Estados unidos, es ya de sobra conocida y demostrable, y se ha estado utilizando en múltiples conflictos que afectan a países de la antigua URSS en su convivencia con Rusia (Georgia o Ukrania, entre los más recientes y graves), en el imaginario colectivo se sigue teniendo a Rusia como ese peligroso monstruo sin alma que amedrenta, somete y pone en riesgo la convivencia y paz en el mundo.

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