domingo, 3 de mayo de 2020

Amor y misterio en Užupis (parte II)

Lenin abandonó el regazo de Audra, se me acercó y, de un elegante salto, se encaramó a mis rodillas para intentar olisquear lo que había en mi plato.
Sabía que no me gustaba que lo hiciera pero le daba exactamente igual, así que agité las rodillas y, maullando contrariado, saltó al suelo para quedárseme mirando desafiante.

– ¿Cómo has dormido? – me preguntó Audra.
–  Bueno, he tenido noches mejores...entenderás que lo que pasó ayer me asustara y bueno, preferiría saber de que va el asunto si el plan es que pasemos la vida juntos – le contesté.
– Ah, si eso es lo que quieres, entonces creo que sí te debo algunas explicaciones – me contestó sonriente.

Acabé mi desayuno, me senté a su lado y se me quedó mirando con una mueca que expresaba una mezcla de ternura y pesadumbre.
Tanto misterio y rodeo me estaba matando. Pensé que no sabía cómo dejarme. Llegados a aquel punto, me conformaba con que lo hiciese fácil e indoloro.

– ¿Tú sabías que Lituania fue el último país pagano Europeo en convertirse al Cristianismo? – me preguntó.
– "Dios, nunca me han dejado de una forma tan estrambótica" – pensé.
– Audra, ¿puedes decirme que te pasó ayer si, tal como me dijiste, lo sabes?. Esto no es un juego y estoy un poco cansado.
– ¿De qué? – me preguntó.
– No lo sé. Ahora mismo de que llevemos diez minutos entre pocas palabras, rodeos y silencios.

Se hizo el silencio de nuevo. Me iluminé de repente. ¿Cómo podía estar siendo tan egoísta e inseguro?, ¿Qué coño hacía presionándola y pensando en que quizás no sabía cómo dejarme?.
En aquel momento me pareció enfermizo no ser capaz de guardar silencio y escucharla.
Pensándolo bien, lo más probable es que me dijera que era epiléptica o algo parecido, y que fuese ella la que tuviese miedo de que yo la dejase por ello.

– Perdona. Lo siento, estoy un poco nervioso por lo de ayer. Mira, las noches en esta casa me resultan sumamente incómodas y no lo entiendo. No sé explicártelo mejor ahora mismo, pero no duermo apenas y no es que tenga miedo de nada, pero es como si hubiera algo aquí por las noches que no me deja estar en paz. Tú medio convulsionando ayer, a Lenin ya le viste...en fin. No sé… – le dije.
– ¿A qué hora sucedió aquello dorogóy (cariño en Ruso)?. Yo lo sé, pero, ¿tú lo sabes? – me preguntó.
Recordé las tres campanadas del reloj de pared. – Eran las tres, le contesté.
Me miró, miro el fuego de la estufa y me miró seria.
–  ¿Sabes a que hora se dice que Jesucristo fue crucificado? – me preguntó.
– No lo sé. Soy agnóstico y, desde luego, no soy Cristiano. – contesté
– Yo tampoco, pero estoy intentando explicártelo adaptándolo a tu cultura. Fue crucificado a las tres de la tarde...escucha, para que lo entiendas, interpreta lo que pasó ayer igual que si, de haberlo habido, hubieses visto invertirse un crucifijo en la pared de la habitación.
– Ya…¿te poseyó el diablo? – le pregunté entre nervioso e irónico.
– No me poseyó el diablo y no quiero que pienses que estoy loca, por favor. – me dijo, cogiéndome la mano.
– Escúchame, vengo de una progenie de mujeres algo especiales...se podría decir que algo parecido a brujas, para que lo entiendas. Sé cómo suena, pero no te asustes. – me pidió.

Aquella mañana me enteré de muchas cosas.
Para empezar, de que Lituania se había mantenido pagana hasta 1387. También de que, hasta entonces y según una historia plagada de mitología, la sociedad de aquel país había estado estructurada desde una base matriarcal de diosas que se materializaban en mujeres reales, haciendo de ellas sabias mediadoras entre el mundo natural, sus cinco elementos y el ser humano.
Como sucedió en toda Europa, en Lituania también fueron quemadas miles de mujeres bajo la acusación de brujería.
La purga fue dantesca. Cuanta mayor era la resistencia y más intensa la presencia femenina en la lucha contra el Cristianismo, más necesario era el fuego purificador, según los tribunales de la santa inquisición medieval.
Mientras que las clases altas se Cristianizaron sin oponer demasiada resistencia, e incluso aprovechando a veces la tesitura en su propio beneficio, el campesinado eternizó una lucha perdida ya de antemano.

– ¿Has oido hablar de Šiauliai? – me preguntó Audra.
– Sí, ¿el sitio de las cruces, no? Sale en todas las guías de turismo del país. Hay un montón de cruces, entre ellas la que puso el papa Juan Pablo II, y he oído que representan la lucha del pueblo Lituano contra la opresión de la Rusia zarista y la Unión Soviética.
– Bueno, es una versión de la historia. Para turistas católicos es perfecta – me contestó Audra.
– Hubo un antes de todo eso, y aquel lugar también fue lugar de culto pagano y de lucha contra el Catolicismo. Allí fue quemada la última mujer Lituana de las que constan en los registros de todas aquellas atrocidades, que la iglesia católica aún conserva. Se llamó Gabija y, según la mitología Lituana, Gabija es el nombre de la diosa del fuego.
Las brujas nunca existieron, o al menos no en forma de materia humana, tal como las tenemos conceptuadas. Lo más cercano a ellas son sus espíritus atormentados. Vagan en el "patio de los muertos" e intentan poseer cuerpos seleccionados para, con su ayuda, llevar a cabo propósitos que no pueden llevar a cabo desde un plano puramente espectral.
– ¿Qué crees saber de las brujas? – me preguntó de golpe.
– Yo que sé Audra... ¿Tú sabes lo que me estás contando?...no sé, eran feas, hacían conjuros con pócimas mágicas en grandes ollas, volaban en escobas... – le contesté.
– ¿Feas como yo o más? – me preguntó riendo a carcajadas. – Te voy a hablar de Gabija. – me dijo.


Según Audra, Gabija fue una de esas mujeres por las que un hombre mataría a otro.
Desde el año 1375, en que cumplió quince años, hasta que murió quemada en la hoguera, no había habido un solo hombre en Šiauliai que no la hubiera pretendido, ya fuera en la realidad o en sueños.
Gabija, al igual que tantas otras mujeres en aquel tiempo, conocía todas las plantas, cómo combinarlas y cómo aprovechar su sinergia para curar dolencias, mitigar dolores y evadirse de la realidad, si era necesario, mediante estados alterados de conciencia inducidos por la combinación de algunas plantas.
Gabija fue la obsesión de Mindaugas, un despreciable y compulsivo onanista, conocido en todo el pueblo y en los de los alrededores, que, a sabiendas de que nunca sería suya, se conformaba con encaramarse a la ventana de su casa y masturbarse con el estímulo de su visión.

Un día, para su asombro y llegando a pensar que estaba soñando, pudo ver, a través del cristal de su ventana, como ella frotaba su zona genital con el palo de una escoba, en lo que a él le pareció un evidente ejercicio de intento de aliviar sus necesidades sexuales. Solo faltó que le pareciera que, en un momento puntual, ella le había visto a través del cristal, y había seguido como si nada pasara.
Dos días después, Mindaugas esperó a Gabija en una zona boscosa cerca de una pequeña laguna donde ella iba a lavar ropa. Se le abalanzó por sorpresa y, mientras la toqueteaba y le decía obscenidades al oído, ella le froto una de sus manos por sus ojos.
Mindaugas gritaba desesperado, mientras se retorcía en el suelo ante el escozor que sentía, mientras, entre alaridos, repetía "sucia puta" una y otra vez.
Gabija le propinó una patada en los genitales y se fue de allí, mientras Mindaugas se retorcía de dolor con una mano en los ojos, otra en el escroto, la respiración interrumpida y la boca cerrada.

Hacía tiempo que corrían por allí rumores sobre hordas de soldados que aparecían en los pueblos de la zona, acompañados por una especie de jueces portadores de cruces, para impartir justicia bajo los preceptos de una nueva religión que, mediante despiadados castigos como el fuego, pretendían aplacar los actos herejes e impíos que, según ellos y sin dejar muy claro en que consistían, invocaban al diablo y alejaban a Jesucristo.

Gabija había oído hablar de los falsos testimonios y acusaciones que, a veces, provenían de enemistades o conflictos leves entre vecinos.
Pasó la noche aterrada ante la posibilidad de que, con el propósito de vengarse, Mindaugas la denunciara ante aquellos hombres de los que había oído hablar.
La mañana siguiente estuvo preparando un ungüento analgésico que, mediante aquel efecto, el sedante y las alucinaciones que provocaba, era capaz de evadir al cuerpo de los dolores más extremos que se le pudieran llegar a infligir.

Untó aquel preparado en el palo de la escoba y frotó su vagina con él. No pretendía obtener placer con ello.
La ingesta de aquella formula comportaba efectos secundarios tales como vómitos, mareos y gastralgias, mientras que administrada vía vaginal, aquellos efectos no eran un problema, además de que se aceleraba su absorción debido a la alta vascularización de la vagina y su paso más rápido al torrente sanguíneo.

Tal y como su intuición le había anunciado, tres soldados irrumpieron en su casa aquella tarde.
Ella había esperado aquel momento durante todo el día y hasta había imaginado cómo sería.
Tras abrirse la puerta violentamente, Gabija quedó inmóvil y no ofreció resistencia.
Aquellos tres energúmenos, ataviados con extrañas ropajes que ella jamás había visto antes, sucios y malolientes, se le abalanzaron encima. Dos de ellos le forzaron separándole las piernas y sujetándole los brazos.
No hubiese hecho falta. Gabija relajó el cuerpo y no ofreció resistencia.
El tercero le introdujo su miembro y, entre torpes y arrítmicas acometidas, eyaculó en su interior cuando aún no habían trascurrido ni treinta segundos de coito, entre asquerosos jadeos más parecidos a estertores premortem que a cualquier cosa que pudiera indicar placer.
Justo en aquel momento y ante la relajación de los dos soldados que la sujetaban, Gabija echo mano a su vestido y de él sacó un afilado cuchillo, clavándoselo en el cuello al soldado que aún la penetraba.
La sangre empezó a manar a borbotones de una de las arterias carótidas. Sangre rojo intenso, fresca y pulsátil. Cuanto más rápido latía su corazón para intentar hacer llegar a los tejidos una sangre que, en gran cantidad, ya no estaba en aquel cuerpo, más rápidos eran los borbotones.
Con los ojos enfocados en la muerte y cada vez más inmóvil, el cuerpo de aquel infeliz rodó sobre el cuerpo de Gabija para quedar boca arriba, manando sangre cada vez en menor cuantía, más despacio y exhibiendo aquel pene, totalmente flácido ya, fuera de los pantalones.
Con el cadáver al lado y la sangre inundando el suelo, Gabija fue golpeada, vejada y violada dos veces más.
Con toda su ropa y el pelo ensangrentado, los dos soldados la llevaron a la plaza del pueblo y, ante la presencia de aquellos jueces de los que tanto había oído hablar y que la esperaban con biblia en mano y gesto severo, fue sometida a un absurdo interrogatorio donde parecían conocerse las respuestas antes de que las preguntas fuesen formuladas.

Gabija no se amilanó ni mostró atisbo alguno de debilidad, sumisión o arrepentimiento.
Con las pupilas dilatadas y los ojos inyectados en sangre, blasfemó sin cesar y amenazó a aquellos obesos hombres que, estupefactos, con cruz alzada y temerosos ante la posibilidad de estar ante la encarnación del mismísimo diablo, enmudecieron y no llegaron ni a poder formularle todas las preguntas de rigor.
Atada y con el fuego acercándose a su cuerpo, Gabija seguía gritando iracunda y fuera de si: "Lucifer ha estado dentro de mí toda mi vida. He estado sobrevolandoos sobre mi escoba. Sé quienes sois y os atormentaré desde el más allá. Agonizareis con las tripas fuera del cuerpo e implorareis clemencia mientras veis como vuestras familias se consumen en llamas. Los lobos se comerán vuestros intestinos ante vuestros ojos antes de que perezcáis".
Mientras su cuerpo era alcanzado por las llamas y su voz se iba apagando, los asistentes a aquel vil ajusticiamiento vomitaron entre aterradores gritos y un perturbador clima que, en los registros que aún perduran en el vaticano, se describe como coincidente con un episodio de aparición del mismísimo príncipe de las tinieblas.

Llegados a aquel punto de la historia, recuerdo que no sabía que pensar.
Consciente de que aquella mujer me estaba empezando a enamorar, y de que en ese estado se pueden sentir desde mariposas en el estómago a creerte que los burros vuelan o que la brujas existen, procuré mantener la cordura.
Me quedé mirando a la nada y pensé que Audra, ademas de ser epiléptica, podía tener también algún tipo de trastorno psiquiátrico que, hasta aquel momento, no hubiese dado señales de vida. Al fin y al cabo y siendo coherente, apenas la conocía aún.
Me levanté de la silla, cogí una botella de vino y, cuando estaba a punto de descorcharla, Audra se me acercó con mirada penetrante y cara de loca, se empezó a reír, exagerando clara y deliberadamente lo que sería una risa normal, me cogió la botella y me dijo: “¿Necesitas alcohol, eh?. Yo también, pero espera y nos la tomamos con mi madre.”
– "Lo que me faltaba", pensé.

En las dos horas de viaje hasta la dacha de sus padres en Druskininkai , intenté aparentar normalidad y mantener una conversación que la reflejara. No lo conseguí.
Condujo ella, y mis pensamientos oscilaron desde un “bueno, al menos toma la dirección de Druskininkai. Parece que no me lleva a un remoto bosque para asesinarme”, pasando por un “puedo saltar cuando aminore la velocidad en un cruce”, hasta un “¿Quizás empecé a sufrir una pesadilla en la madrugada de ayer y aún no he despertado?”.

Su madre era una mujer encantadora, y en otras circunstancias me hubiera parecido genial tomar vino con ella pero, tras aquella conversación con Audra, no acababa de ver claro que sentido tenía aquello.
Bueno, en todo caso, si Audra estaba iniciando un brote de esquizofrenia o algo así, siempre sería más seguro para mí que estuviéramos acompañados de más gente.

Llegamos y la madre de Audra salió a recibirnos con semblante de circunstancias.
Noté que trataba de mostrarse cordial y amable conmigo pero, tras abrazarnos cariñosamente, ellas dos empezaron a hablar en Ruso mientras se iban apartando de mí e iban endureciendo tanto el tono, ya rudo de por sí, como el gesto.
Traté de disimular y me puse a mirar el cielo. Presagiaba nieve.
De la casa salió el padre de Audra. Me miró con gesto adusto, me ofreció la mano y me la reventó, como de costumbre.
¿Qué podía esperar?. Sin ser padre, empatizaba con él. Un latino, del que apenas conocía nada, se estaba metiendo en la cama con la deliciosa niña de sus ojos.

Mikita parecía un buen tipo y yo lo admiraba. Joder, como para no hacerlo. Había sido uno de los héroes que había acabado con los nazis en la batalla de Stalingrado.
En todo caso, no tenía esperanzas de poder romper el hielo con él, si no era con una botella de vodka de por medio.
Iba abrigado. Salió de la casa y se perdió en el camino que llevaba al río Niemen. Según me había explicado Audra, aquel hombre no salía a pasear si no era para andar veinte kilómetros como mínimo.

Audra y su madre volvieron hacia mí y entramos en la casa.
Daina había cocinado Didžkukuliai, un plato típico en la gastronomía Lituana, también llamado cepelinai (Zepelín) por la forma de disponer en el plato la patata y la carne que contiene.
Regamos aquello con el vino que Audra no me había dejado descorchar en casa y el ambiente se relajó. Con el estomago lleno y algo de vino, siempre es más fácil hablar de paganismo, y de a saber que más, con una bruja y con su madre.

¿Quién dispararía primero?, ¿qué tema ibamos a tratar en aquella sobremesa?, ¿debía sugerir la presencia de la botella de vodka para acompañar el Tinginys que Daina nos había preparado de postre?.
– "Mejor que no", pensé.
Ni Audra ni su madre bebían Vodka durante el día (tampoco lo hacía yo), y lo último que necesitaba en aquel momento era añadir el estrés que me hubiera provocado el imaginar que Mikita volviese y pudiese pensar que, a parte de mancillar el cuerpo de su hija, me bebía su vodka.

Continuará...

N. del A.: El papa Juan Pablo II no puso su ignominiosa e impostora cruz en Šiauliai hasta el año 1993.
Los personajes de esta historia son ficticios. No así gran parte de los datos, acontecimientos relatados y del contexto histórico en que se desarrollan.

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