jueves, 30 de abril de 2020

Amor y misterio en Užupis (parte I)

Siempre me gustó aquel barrio.
Quizás sea porque debe ser de los pocos en el mundo que tienen constitución propia, y el único en todo el mundo que, de sus cuarenta y un artículos, tiene dos referidos a las relaciones humano-gato.
El articulo diez se dirige a la especie humana y reza así: “Todos tienen derecho a amar y proteger un gato”, mientras que el trece se dirige al felino y le dice: “Un gato no está obligado a amar a su dueño, pero le debe ayudar en los momentos difíciles.”
En otro orden de cosas, también me gusta mucho el articulo veintiuno: "Todos tenemos derecho a darnos cuenta de nuestra irrelevancia y de nuestra grandeza". A decir verdad, este condiciona enormemente el amor entre seres humanos.

Cada tarde, tras haber pasado unas horas en el centro de la ciudad, cruzaba el río Vilnia, un pequeño afluente del río Neris, a través del puente Užupis, y llegaba a mi pequeña república: La república independiente de Užupis.
Guardo en mi memoria bonitos momentos de aquella etapa, y en eso tiene mucho que ver un animal. Lenin es un gato siamés que, religiosamente, me esperaba cada tarde al otro lado de la puerta y, apenas yo la abría unos centímetros, se escurría por la rendija y trepaba sobre mi cuerpo para encaramarse en mi hombro y hacerme “topetes” frotando su cara contra la mía y ronroneando como si hiciese años que no nos veíamos.
No era raro que, tras bajarse de mi hombro, saliese disparado al rincón de la sala de estar donde le gustaba reposar, justo al lado de una antigua estufa de leña, y cogiese entre los dientes al incauto e inerte ratoncillo de turno que aquel día hubiese cometido la insensatez de colarse en aquella vieja casa.
Me lo enseñaba ufano, y me lo ofrecía en un gesto que yo siempre entendí como una muestra de amistad felina.
Si no hubiese conocido ya a los gatos, podría haber pensado que era un gesto de pleitesía o de agradecimiento por el pienso que, o Audra o yo, le poníamos en su plato. Pero él nos consideraba sus inquilinos, e interpretaba nuestras muestras de amor por él como gestos de gratitud ante su magnánima amabilidad por dejarnos vivir en su casa a cambio de llenar su cuenco de pienso un par de veces al día.
Le echo de menos y aún me río solo cuando lo recuerdo maullando alocado, al son de una clásica canción Lituana llamada “Margarita”, que a Audra le gustaba escuchar.

El primer día que sucedió aquello, ella tarareaba la canción de forma casi histriónica para hacerme reír y provocar que yo le chinchara preguntándole como podía gustarle una canción que yo interpretaba como algo comparable a lo que podría ser en España “Mi gran noche” de Rafael.
De hecho, aquello tan solo era uno de esos códigos encriptados, únicos e irrepetibles, que cada pareja acaba creando con el paso del tiempo y la complicidad que ello genera, y que es imposible extrapolar.
Al fin y al cabo, ella me había visto tararear aquella canción, tan casposa como entrañable para mí también, en las fiestas populares de Druskininkai, el pueblo donde sus padres tenían su “Dacha” (típica casa de campo que se popularizó entre la clase media Rusa a finales del siglo XIX ), y donde nos gustaba ir a pasar el fin de semana y pasear por la ribera del río Niemen y por los bucólicos lagos del centro de una ciudad catalogada como ciudad-balneario.

Conocí a Audra en una fría tarde de primeros de diciembre en el centro de Vilnius en mi cuarto mes en Lituania. ¿Y como había acabado yo en aquellas tierras?
En aquella época, vivía en San Javier, un pueblo en la manga del mar menor, perteneciente a la provincia de Murcia.
El contexto mundial en aquella década de los 80 era de guerra fría, pero de lazos de unión entre España y la antigua unión Soviética, mediante instituciones como la Asociación de amistad España-URSS.
La misma estuvo canalizando las negociaciones de un posible convenio de hermanamiento entre la capital de Lituania y la ciudad de Murcia.
Aquello quedó en nada. Los visionarios Murcianos que desestimaron aquella posibilidad vieron en Vilnius una ciudad provinciana sin interés y sin posibilidades turísticas. El hecho de que Kaunas, la segunda ciudad del país, hubiese sido la capital de Lituania desde 1920 hasta el fin de la segunda guerra mundial y de que muchos la siguieran considerando la capital espiritual, no ayudó.

Yo no me había podido librar de un servicio militar que, en aquellos tiempos, aún era obligatorio, y fui asignado a un cuartel de Murcia.
Tras cumplir con mis responsabilidades con mi patria, ese concepto que nunca acabé de entender, aproveché la tesitura y me quedé allí como profesional para cursar la carrera universitaria de enfermería y ejercer unos años para mi país.
Pese a que lo intenté, aquel nunca fue mi lugar. Mucho menos cuando España entró en la OTAN unos años después.
Fue, precisamente, en aquel nuevo contexto, en el que entre “injerentes” fogones y oscuros propósitos se cocinaba la caída de la URSS, donde, aún sin hermanamiento oficial entre las dos ciudades, se acabaron concretando algunos acuerdos de colaboración. Entre ellos, un intercambio de profesionales militares sanitarios entre las bases de Murcia y Vilnius.

Aquello duró tres meses y acabó en noviembre. Aprovechando mis vacaciones anuales, planeé pasar allí el mes de diciembre y conocer el país.
Llevé conmigo mi tambor de percusión, un instrumento que había tocado en mi adolescencia, y que había tenido abandonado desde que me había embarcado en aquella etapa de mi vida en la que, entre “mili”, estudios y trabajo, la inercia me había llevado a sentirme en un vehículo que andaba demasiado rápido como para plantearse saltar de él.
Aquel instrumento un tanto “perroflautico” no casaba demasiado con el ambiente militar pero, a través de un médico con el que hice buenas migas en aquella base de Vilnius, la concejala de cultura del ayuntamiento me expidió una licencia para poder tocarlo en la calle durante el mes de diciembre.

La calle Aušros Vartų, en el centro histórico de la ciudad, no rebosaba de gente aquella tarde, y ni el cielo gris ni las horas que eran, hacían presagiar que aquella calle peatonal se fuera a llenar de almas en lo que quedaba de aquel martes laboral cualquiera.
Audra tocaba el violín cada tarde a cincuenta metros del puesto que yo tenía asignado.
Ella casi siempre tenía más éxito que yo, cosa que entendía a la perfección y que envidiaba.
Siempre me había fascinado aquel instrumento de cuerda. Tanto el instrumento en sí, como su sonoridad (dependiente de detalles tan curiosos como la madera utilizada), la elegancia emanada por aquel binomio mujer-instrumento, como el hecho de saber que se necesitaba una década para hacerlo sonar con cierta maestría.

Helado y sin poder regular mi temperatura corporal, aun tocando las piezas más enérgicas de mi repertorio, decidí plegar velas y volver a mi pensión.
Tras pasar por delante de ella y escucharla tocar un par de minutos, como solía hacer cada día, aproveché la intimidad que nos ofrecía aquella calle vacía de transeúntes y, señalándole a la vez que hacía el gesto de tocar el tambor, le propuse tocar algo juntos.
Asintió con la cabeza y, sin espectadores y sin la presión que hubiera supuesto para mí el tener la responsabilidad de no arruinarle el show, me dejé llevar por las notas musicales que emanaban de las cuerdas de su violín. Aquello no sonó del todo mal.

 – Good job – me dijo, con una expresiva sonrisa y sin aparente falsa diplomacia.
– Thanks!  – le contesté.
– ¿Ya vuelves a casa? – Sí, tengo frío y creo que esta tarde no vamos a tener multitudes escuchándonos. Vente y tomamos un Kava (café) si te apetece.
– Me parece bien, pero invito yo – me contestó. No se lo discutí.
Cada día, tras escucharla tocar de camino a la pensión, le había estado dejando una moneda y supuse que aquella era su forma de compensarme.

Me llevó a una bonita cafetería de su barrio y, entre paredes de tonos suaves y decoradas con obras de de artistas locales, música clásica y una atmósfera algo bohemia, pasamos el resto de la tarde tomando Kava y contándonos la vida.

No sin ciertas reticencias, le expliqué qué me había llevado a visitar su país y a qué me dedicaba en el mío.
Mis prejuicios y esquemas mentales estaban condicionados por mi realidad, en la cual una chica “así” no podía ver con buenos ojos a un militar. Pero me sorprendí al comprobar que Audra tenía un alto concepto de mi profesión y que estaba muy orgullosa del hecho de que su padre, un Bieloruso de Minsk, hubiese combatido a los nazis en la segunda guerra mundial.
Yo también hubiese estado orgulloso de él, de haber sido su hijo, pero no estaba orgulloso de mí.
El ejercito que se supone que defendía, aunque fuese como sanitario, era el mismo ejercito Franquista que había ayudado a los nazis en aquella guerra. Además, lo había hecho sin mojarse y de una forma tan neutra como cobarde y rastrera.
Ya con noche cerrada, salimos a la calle y, amablemente, me ofreció cena y un sofá en su casa para que no tuviese que deshacer todo lo andado para llegar hasta allí.
Nunca más volví a dormir en aquella cochambrosa pensión en las afueras de la ciudad. Tampoco volví jamás a mi antiguo trabajo en el ejercito.
Sin forzar nada y de una forma tan natural como sucede la salida o puesta del sol, ella, Lenin y yo nos hicimos inseparables.

Lituania (Lietuva en Lituano) proviene de la palabra Lietus, que significa tierra de lluvia.
Otro significado, si atendemos a otro origen del nombre del país, desde la palabra Lietava, sería pequeño río.
Audra era como la naturaleza de su país. Como un suave flujo de energía que fluye, rocía y refresca aquello que toca. Sin inundarlo.

Recuerdo que en las pocas tardes en que ella no salía a tocar el violín y salía yo solo, me esperaba en casa con algún pastel casero y con mi pijama encima de la estufa para que estuviese calentito cuando me lo pusiese.
No son detalles que por si solos valore especialmente. Mucho menos aún si intuyo machismo en ellos. Pero Audra era todo lo opuesto a dependencia, servilismo o a cualquier necesidad de supeditar su rol de mujer a lo que un hombre pudiera esperar de ella.

Salía de la cama cada mañana, sigilosa como una gata, y se iba a la academia de música y teatro.
Allí combinaba sus propios estudios, con las clases que impartía a estudiantes de primer año de violín.
Además siempre andaba metida en movimientos asamblearios y cooperativos de aquella pequeña República de Uzupis donde viven numerosos artistas y la actividad cultural es frenética.
Nunca le vi dar limosnas a mendigos, y es que en aquella época, sencillamente, no habían mendigos.
Si sigue viviendo en Vilnius, estoy convencido de que, de alguna forma, vela por los “homeless” que, sin duda alguna, se encuentra en el trayecto desde el centro a Uzupis o “al otro lado del río”, traducido al Español.

Me gustaban los días a su lado, tanto cuando podía disfrutar de su presencia como cuando no podía hacerlo. Pero nunca llevé bien las noches.
Rememorando aquella primera noche en su casa, donde descansé en el sofá de la sala de estar, aún me recorren el cuerpo los escalofríos.
Sin poder dormir y con los ojos como platos toda la noche, aún puedo sentir aquella sensación de inquietud e inexplicable incomodidad que me acompañó.
Lenin se mantuvo muy activo también, pero la actividad nocturna en un gato no es algo que extrañe demasiado a quien conoce a los felinos.

Empecé a dormir en la cama de Audra el tercer día de nuestra relación y, pese a conciliar el sueño con facilidad tras hacer el amor y quedarnos dormidos abrazados, yo me seguía despertando en mitad de la noche, costándome enormemente volver a caer en los brazos de Morfeo, con una incomoda sensación de silencioso caos y sorda angustia.
En aquella casa, al igual que en la gran mayoría de casas del este y del norte de Europa, no habían persianas. Cada amanecer vivía como un regalo la entrada de aquellas primeras luces de las grises mañanas invernales de Vilnius. La noche había acabado.
Salir a acompañar el violín de Audra con mi tambor, me hacía sentir vivo y afortunado por estar con ella viviendo en aquella ciudad que, aún a día de hoy, me tiene enamorado y a la que, pese a todo, volvería mil veces sin pensarlo.

Tras el paso de los dichosos días y las desapacibles noches, sin que nunca pudiese llegar a dormir plácidamente y del tirón, llegó el día donde tuve la certeza de que lo que estaba viviendo no era algo que pudiera normalizar.
Desperté de golpe ante los intensos espasmos y sacudidas de Audra.
Ella solía tener sueños con alta carga sexual,  y le encantaba despertar en el medio de los mismos, acercárseme y besarme, buscando mi lengua, mientras me cogía una mano y la guiaba entre sus piernas para que fuese consciente de su nivel de excitación.
Cuando surgía en esas circunstancias y de esa manera, el sexo con ella era apoteósico, salvaje y totalmente irracional.
No adoptábamos ningún tipo de protección y a ella le volvía loca que, una vez ella había llegado, llegara yo en su interior y nos quedáramos abrazados y dormidos.
La primera vez que me lo pidió, ante mi mirada de sorpresa y desconcierto, me dijo que "no me preocupara, que todo estaba bien”.
Nunca supe lo que había querido decir. Pero la verdad es que, más allá de la excitación del momento y de las tonterías que se pueden llegar a hacer en ese estado, creo que mi yo más visceral deseaba dejarla embarazada, así que tampoco quise preguntar y me dejé llevar.

Pero en la ocasión que relato, Audra no me besaba ni parecía interesada en mostrarme lo mojada que estaba.
Entre adormilado y asustado, las campanas del antiguo reloj de pared que colgaba en frente de nuestra cama, sonaron tres veces.
Lenin, estampado junto a la puerta de la habitación y totalmente “bufado”, maullaba de una forma aterradora en lo que parecían más los lamentos de un ser espectral que maullidos de un adorable gato domestico.
Abrí la luz de la habitación y Audra estaba totalmente rígida, como convulsionando, y con los ojos en blanco.
Mientras intentaba ponerla de costado, despertó.

– ¿Qué pasa? – me preguntó.
– ¿Estás bien?, joder, estabas temblando, totalmente rígida y con los ojos abiertos en blanco. – le dije, incorporándola y tratando de examinar su mirada y sus movimientos.
– No te preocupes. No es nada...todo está bien. – me contestó.

Aunque no la veía mal y estaba yo más tembloroso y en shock que ella, le di ropa y le dije que nos íbamos al hospital.
Me sentó en la cama, me acarició la cara y, con esa mirada dulce y ese tono suave que me deshacía, me dijo: “Estoy bien. No te preocupes záychik (pequeña liebre en Ruso). Me conozco y sé lo que ha pasado. No estoy enferma. Vamos a dormir y mañana hablamos”.

Se levantó de la cama, cogió a Lenin en brazos y estuvo acariciándolo mientras le besaba la cabeza. Le abrió la puerta de la habitación y él salió corriendo como si huyera del mismísimo diablo.
Ella se quedó dormida de nuevo mientras me abrazaba por detrás y me acariciaba la cabeza para calmarme.
Yo no pude dormir en toda la noche. Estaba helado y no podía quitarme de la cabeza aquella terrorífica imagen de Audra con la banda sonora de los aterradores maullidos de Lenin.
Tras pasar el resto de la noche comprobando una y otra vez que Audra estaba bien, me acabé durmiendo al tiempo que las primeras luces del amanecer se colaban por la ventana y anunciaban el fin de la oscuridad.
Desperté sobre las diez de la mañana. Audra no estaba en la cama.
Salí a la sala de estar y allí estaba, sentada al lado de la estufa, con Lenin en su regazo con los ojos semicerrados y ronroneando.
– En el horno hay Carrot Cake y acabo de hacer café. Pero ven y dame un beso antes, que lo necesito y no quiero levantarme y molestar a Lenin.
La besé, me serví el café y el carrot cake, que tanto me gustaba, y me senté en la mesa.

Continuará...

N. del A.: La república de Užupis es real (aunque sin soberanía ni aparentes pretensiones de independencia), pero aún no existía en los años en que discurre mi relato, no habiéndose constituido hasta el año 1998.
Los hechos que relato, los personajes, las experiencias y cualquier de los componente que integran la historia, no son ni autobiográficos ni reales o, al menos, no lo son en su totalidad.
Puede que hayan algunos extractos de situaciones reales vividas por mí o por personas que conozca o haya conocido algún día. Puede que casi todo sea ficción aderezada con algún toque de realidad.

* Foto extraida del muro de Instagram de "Komaruzack"

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